Corrupción y poder
El caso de Celso Gamboa, pone en evidencia una vez más cómo el exceso de poder puede convertirse en una puerta de entrada para el crimen organizado cuando no existen verdaderos límites institucionales ni éticos.
¿Cómo alguien que parecía tenerlo todo (educación, reconocimiento y poder) llega a perderse en el camino por estar presuntamente al servicio del crimen organizado?
Más allá del concepto tipificado en la ley como delito, la corrupción puede verse como ese uso indebido del poder delegado, ya sea público o privado, para obtener un beneficio personal o grupal, a costa del bienestar colectivo o del cumplimiento de las normas. No se limita solo al beneficio económico, también puede incluir favores normalizados, decisiones parcializadas, omisiones intencionales y prácticas estructurales toleradas por cultura o conveniencia.
El delito de corrupción no aparece de forma repentina, se desarrolla como un comportamiento progresivo alimentado por el poder, la impunidad y la falta de límites institucionales. A menudo, quienes llegan a ocupar cargos públicos aprenden desde adentro cómo funciona el sistema, cómo burlarlo o cómo protegerse del propio sistema. El poder mal fiscalizado se convierte en una zona de confort para el abuso.
Primero se justifica una omisión “por estrategia”, luego, una reunión informal y más tarde, un favor a cambio de otro. Y así, el poder se convierte en una forma sostenida para ejercer influencia, enmascarada de eficiencia o liderazgo. Este tipo de conducta se refuerza en estructuras donde los controles son débiles, las lealtades personales pesan más que las reglas, y los incentivos para actuar con ética son nulos. En ese contexto, el crimen organizado no necesita infiltrar a los corruptos: solo tiene que esperar a que se corrompan por sí solos.
Uno de los antídotos más eficaces contra la corrupción es la alternancia y distribución real del poder. Durante décadas Costa Rica estuvo gobernada por dos tendencias políticas, limitando la participación de otras representaciones en el poder. Durante este tiempo se crearon beneficios y abusos legales a favor de ciertos sectores privilegiados del país, generando en la ciudadanía desconfianza y rechazo hacia el aparato estatal.
Esto ha llevado al país a elegir en los últimos años a nuevas tendencias políticas, permitiendo que haya más representación ideológica y obligando al Poder Ejecutivo y Legislativo a dialogar y llegar a consensos. No obstante, no ha sido fácil para estas nuevas organizaciones políticas atender los problemas estructurales que aquejan al país y se ha vuelto cada vez más común que las personas depositen sus esperanzas en líderes individuales, que se presentan ante la ciudadanía como los únicos capaces erradicar la corrupción a costa del debido proceso, erosionando los principios fundamentales de una democracia.
El poder sin controles o límites no es la forma de combatir la corrupción, porque es justamente la concentración del poder la que desvía a los líderes políticos del camino ético, por el contrario, la alternancia y distribución del poder en los últimos años es la que ha permitido que se evidencien las grietas de nuestro aparato estatal, y ha sacado a la luz nuevos casos de corrupción.
Cuando la ciudadanía renuncia a la vigilancia crítica y se normaliza que una sola persona, ya sea presidente, fiscal, magistrados o diputados, concentren decisiones, el resultado casi siempre será el mismo: abuso, impunidad y erosión de derechos y libertades.
El caso Celso Gamboa no es solo uno más: es el reflejo de un sistema que ha permitido por años ascender a quienes saben moverse entre la influencia, la impunidad y el silencio.